lunes, 9 de mayo de 2011

UN FRAGMENTO DE UNA NOVELA MODERNISTA

Ingahuasi


Zein Zorrilla 
1  
            Ciro Sotomayor creía ser un hombre de estos tiempos.  Atribuía sus éxitos a su esfuerzo individual, a su visión y destrezas que estimaba superiores a las de sus semejantes, y culpaba de sus fracasos a la torpeza del prójimo, a las maquinaciones del enemigo y en última instancia a la mala suerte.  Embriagado por el éxito como podía estar unos días; o cegado por los dolores como podía estar en otros, jamás se había detenido a meditar en la multitud de causas, personajes y circunstancias que coinciden en una llamada telefónica, en un encuentro callejero y vienen a trastornar la marcha normal de los eventos.  Aquella noche de febrero acudió al llamado de su puerta sin sospechar que él mismo se abría al cambio más importante de sus treinta años de existencia.  
           El mensajero que lo buscaba abandonó la penumbra, entró en el rectángulo de luz proyectado en la vereda y le tendió la carta.  
           -Es de Flora Gaitán.  
           -¿Para mí?  
           -¿No es usted Ciro Sotomayor?  
            Aquel hombre tenía la piel tostada por el sol de las altas tierras; los ojos llameantes de quien no ha dormido en muchas noches.  
            -Yo no conozco a ninguna Gaitán.  
            -Flora Gaitán, de Ingahuasi.  ¿No?  
            -Ah.  Ingahuasi.  
            Ciro esperó a que el mensajero desapareciera en las tinieblas de la calle.  Se acomodó luego en el único sillón de la pieza.  Leería la carta y se distraería con el noticiero de las diez.  
            A esa hora, sin embargo, permanecía inmóvil, la carta aún en sus manos, frente a la pantalla muerta del televisor.  Las imágenes convocadas por el inesperado mensaje desbordaban su pieza.  Ahí estaba la imagen del padre; de la gran casa hacienda que los arrieros podían divisar muchas horas antes de llegar a ella; de los vastos naranjales que allá por los treinta llevaron orgullo a ese rincón de los Andes.  Eran los recuerdos que lo habían perseguido en los salones universitarios, en el pequeño taller automotor donde finalmente lo arrinconaron las vicisitudes de los nuevos tiempos.  Y sobre esas imágenes la carta martillaba  su mensaje:  Necesito ver a mis tres hijos.  Necesito arreglar el asunto de las tierras, antes que me lleve la trampa.  
           Ciro Sotomayor no había acudido a los llamados del padre en los tiempos de la Reforma.  Se enteró por su madre que había perdido la tierra, que había llegado a casa con una maleta en la mano y una radio en la otra.  Tranquilas. Defenderé lo nuestro.  –Se dirigió a su mujer y a su hija-.  Es la tierra de los antepasados y es lo único que dejaré a las futuras generaciones.  Tampoco acudió cuando años después logró arrancar a esa Reforma un puñado de tierras con la pretensión de heredarlas.  Legaré a Marcos el potrero mayor; a Ciro la única huerta que nos queda; a Elena la casa y mi apellido.  El llamado volvía a repetirse ahora, en tono de resignación.  Estoy enfermo.  No puedo siquiera sostener el lapicero y escribirles de mi puño.  
            Enfermo.  Con seguridad era un capricho más del hombre que no había tenido empachos en vestir de indio y desfilar a la cabeza de sus peones para los funcionarios de la Reforma Agraria.  Cuantas tretas podía esperarse de Gamaniel Sotomayor.  Ciro buscó una cerveza del refrigerador, se aproximó a la ventana y desde la penumbra contempló los polvorientos avisos luminosos del barrio limeño que lo albergaba desde hacía diez años.  
            La segunda cerveza, sin embargo, lo animó a explorar otra alternativa.  ¿Qué, si era cierto que estaba enfermo?  En ese caso tendría que avisar a Helen, buscar a Marcos, encaminarse a Ingahuasi.  Y por una carta.  De ser así, aquel sobre barato era la trompeta de los antepasados que lo llamaban para rescatarlo del gólgota diario en que se había convertido el taller automotor.  ¿Qué hacer?  Unas horas de sueño aclararían la decisión.  
   

No hay comentarios:

Publicar un comentario