jueves, 19 de mayo de 2011

JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

Suicidio
Los últimos días de su vida los dedica a la reescritura de su obra. En abril de 1896, en carta a Eduardo Gutiérrez, comenta:«Vivo una vida inverosímil. No veo a nadie: trabajo el día entero y la mitad de la noche...» Deja completos y ordenados los manuscritos de El Libro de Versos y su novela De Sobremesa. Para esa época, sus amigos son escasos, la familia de su abuela materna le ha dado la espalda, la sociedad bogotana lo ignora, y sus pocos bienes personales tiene que entregarlos a sus acreedores u ofrecerlos a cambio del pago de un arriendo atrasado o de alguna emergencia. Días antes de su última voluntad, comentaba a su amigo Baldomero Sanín Cano, citando a Maurice Barrés: «Los suicidas se matan por falta de imaginación»
La noche del 23 de mayo (o la madrugada del día 24, según otras versiones) de 1896, tras una pequeña velada con algunos amigos, José Asunción Silva sé disparó un tiro en el corazón, donde previamente se había hecho dibujar una cruz por el médico y amigo de infancia Juan Evangelista Manrique. Del suicidio de Silva en sí, de sus detalles, se sabe muy poca cosa. Desde el principio se dijo que se había matado con un revólver Smith & Wesson viejo, y que se encontró a la cabecera de su lecho El triunfo de la Muerte de Gabriele D'Annunzio en una traducción francesa. Cuando se supo la noticia, uno de los primeros en llegar a la casa del poeta fue Emilio Cuervo Márquez, quien narró así su último encuentro con Silva:

HACIENDA EL PARAISO

OBSERVA LAS IMÁGENES Y CONTESTA LAS SIGUIENTES PREGUNTAS:

1.Dónde se desarrolló la obra "MARÍA"?
2.En la actualidad qué finalidad tiene la casa para los turistas?
3.Quienes vivieron  en esa hacienda?
4.Te gustaría visitar alguna vez ésta casa y por qué?
5.Describe la hacienda EL PARAÍSO.

miércoles, 18 de mayo de 2011

lectura de imágenes

resumen de la carta robada

Tres personajes confluyen en el desarrollo de este cuento de Edgar Allan Poe: el relator de los sucesos, su amigo Dupin y
el prefecto de la policía parisina. Este último busca la ayuda de los dos primeros para recuperar una carta que ha sido robada y cuyo contenido pone en aprietos a su dueño, ya que el ladrón la usa para lograr poder sobre él. El prefecto relata toda la actividad de allanamiento subrepticio que ha realizado a la casa del ladrón y que ha resultado infructuosa para recuperar la carta. El registro ha sido tan minucioso, que han llegado a inspeccionar con microscopio cada rincón, mueble o libro de la casa. Dupin menosprecia la capacidad, los métodos y el análisis del prefecto y para hacerle una jugarreta le pide que registre nuevamente la casa. El prefecto accede y después de un mes nuevamente acude a ellos con las manos vacías. Entonces Dupin acepta un cheque por cincuenta mil francos (de 18..) para entregarle la carta que él mismo ha recuperado. La forma como lo hizo constituye el núcleo del relato, en el cual se descubre el modo de razonar de este interesante personaje, que incluye su bajo aprecio por el pensamiento matemático pues lo considera muy rígido y por ende limitado para afrontar situaciones cotidianas de mucha complejidad

lunes, 9 de mayo de 2011

POESÍA DEL SIGLO DE ORO

De la brevedad engañosa de la vida
Menos solicitó veloz saeta
destinada señal, que mordió aguda;
agonal carro por la arena muda
no coronó con más silencio meta,
que presurosa corre, que secreta,
a su fin nuestra edad. A quien lo duda,
fiera que sea de razón desnuda,
cada Sol repetido es un cometa.
[…]
Luis de Góngora (1623)
- El afán de reconocimiento del hombre y el mundo, causa de desengaño.
- La nostalgia del Paraíso perdido; la mediocridad de la época en que vivían. Ej.
Salmo XVII
Miré los muros de la patria mí,
si un tiempo fueron fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
[…]
Francisco de Quevedo
- Las referencias bíblicas. Ej:
A mis soledades voy
[…]
Dijo Dios que comería
su pan el hombre primero
en el sudor de su cara
por quebrar su mandamiento;
y algunos, inobedientes
a la vergüenza y al miedo,
con las prendas de su honor
han trocado los efectos.
[…]
Lope de Vega

UN FRAGMENTO DE UNA NOVELA MODERNISTA

Ingahuasi


Zein Zorrilla 
1  
            Ciro Sotomayor creía ser un hombre de estos tiempos.  Atribuía sus éxitos a su esfuerzo individual, a su visión y destrezas que estimaba superiores a las de sus semejantes, y culpaba de sus fracasos a la torpeza del prójimo, a las maquinaciones del enemigo y en última instancia a la mala suerte.  Embriagado por el éxito como podía estar unos días; o cegado por los dolores como podía estar en otros, jamás se había detenido a meditar en la multitud de causas, personajes y circunstancias que coinciden en una llamada telefónica, en un encuentro callejero y vienen a trastornar la marcha normal de los eventos.  Aquella noche de febrero acudió al llamado de su puerta sin sospechar que él mismo se abría al cambio más importante de sus treinta años de existencia.  
           El mensajero que lo buscaba abandonó la penumbra, entró en el rectángulo de luz proyectado en la vereda y le tendió la carta.  
           -Es de Flora Gaitán.  
           -¿Para mí?  
           -¿No es usted Ciro Sotomayor?  
            Aquel hombre tenía la piel tostada por el sol de las altas tierras; los ojos llameantes de quien no ha dormido en muchas noches.  
            -Yo no conozco a ninguna Gaitán.  
            -Flora Gaitán, de Ingahuasi.  ¿No?  
            -Ah.  Ingahuasi.  
            Ciro esperó a que el mensajero desapareciera en las tinieblas de la calle.  Se acomodó luego en el único sillón de la pieza.  Leería la carta y se distraería con el noticiero de las diez.  
            A esa hora, sin embargo, permanecía inmóvil, la carta aún en sus manos, frente a la pantalla muerta del televisor.  Las imágenes convocadas por el inesperado mensaje desbordaban su pieza.  Ahí estaba la imagen del padre; de la gran casa hacienda que los arrieros podían divisar muchas horas antes de llegar a ella; de los vastos naranjales que allá por los treinta llevaron orgullo a ese rincón de los Andes.  Eran los recuerdos que lo habían perseguido en los salones universitarios, en el pequeño taller automotor donde finalmente lo arrinconaron las vicisitudes de los nuevos tiempos.  Y sobre esas imágenes la carta martillaba  su mensaje:  Necesito ver a mis tres hijos.  Necesito arreglar el asunto de las tierras, antes que me lleve la trampa.  
           Ciro Sotomayor no había acudido a los llamados del padre en los tiempos de la Reforma.  Se enteró por su madre que había perdido la tierra, que había llegado a casa con una maleta en la mano y una radio en la otra.  Tranquilas. Defenderé lo nuestro.  –Se dirigió a su mujer y a su hija-.  Es la tierra de los antepasados y es lo único que dejaré a las futuras generaciones.  Tampoco acudió cuando años después logró arrancar a esa Reforma un puñado de tierras con la pretensión de heredarlas.  Legaré a Marcos el potrero mayor; a Ciro la única huerta que nos queda; a Elena la casa y mi apellido.  El llamado volvía a repetirse ahora, en tono de resignación.  Estoy enfermo.  No puedo siquiera sostener el lapicero y escribirles de mi puño.  
            Enfermo.  Con seguridad era un capricho más del hombre que no había tenido empachos en vestir de indio y desfilar a la cabeza de sus peones para los funcionarios de la Reforma Agraria.  Cuantas tretas podía esperarse de Gamaniel Sotomayor.  Ciro buscó una cerveza del refrigerador, se aproximó a la ventana y desde la penumbra contempló los polvorientos avisos luminosos del barrio limeño que lo albergaba desde hacía diez años.  
            La segunda cerveza, sin embargo, lo animó a explorar otra alternativa.  ¿Qué, si era cierto que estaba enfermo?  En ese caso tendría que avisar a Helen, buscar a Marcos, encaminarse a Ingahuasi.  Y por una carta.  De ser así, aquel sobre barato era la trompeta de los antepasados que lo llamaban para rescatarlo del gólgota diario en que se había convertido el taller automotor.  ¿Qué hacer?  Unas horas de sueño aclararían la decisión.  
   

LOS ASESINOS DE HEMINGWAY

Dos hombres entraron a la casa, y esperaron en silencio a que los ojos se les acostumbraran a la oscuridad. Hemingway dormía al fondo, y afuera una fina lluvia empañaba los cristales. Acariciaban en sus manos revólveres, y al cabo de un rato pudieron caminar por entre los muebles, en la penumbra. Oían como un rumor los ronquidos del viejo Hem.

-¿Qué hacemos ahora?-preguntó uno.

-No sé exactamente-respondió el otro.

En las ventanas la lluvia aumentaba, se escuchaban truenos y podían ver las sombras de los árboles al viento, que opacaban la luz de los faroles. Caminaron hacia una habitación que parecía ser una oficina, en la que había una mesita repleta de libros, una máquina de escribir, hojas blancas y una botella de whisky con un vaso a medio usar al lado. Revisaron en las gavetas. No encontraron nada.

Pasaron a un cuarto amplio, acomodado con dos camas, donde también habían libros y colgaderas de animales. Vestían ropas negras apretadas, capuchas que solo dejaban ver sus ojos, y aunque sus estaturas eran diferentes al igual que su complexión física, en medio de la noche parecían hermanos vestidos igual para la misma ocasión.

Uno le extendía al otro de vez en cuando manuscritos corregidos, buscando su aprobación.

-¿Es este? -No, el muy desgraciado lo tiene bien escondido.

-¿Y ahora? -A seguir buscando, vivo.

La tormenta arreciaba, y las luces de afuera amenazaban con quedar completamente apagadas.

De repente oyeron que el ronquido de Hemingway cesaba, y el susurrar cada vez más cercano de unas pantuflas afelpadas. Se escondieron bajo las camas, y divisaron las piernas del viejo que se dirigían al baño. Oyeron el largo chorro que soltaba Hemingway, y el sonido de descargar el inodoro. Otra vez se acercaron las pantuflas, que sin sospecha se detuvieron en la puerta del cuarto, y ellos apretaron por instinto los revólveres. Pero Hemingway siguió camino hasta su habitación, y en breve volvieron a sentir sus ronquidos.

La búsqueda no prosperaba. A la poca luz de los relámpagos solo podían distinguir las cabezas muertas en las paredes, que parecían vigilantes silenciosos de ojos cristalinos, y los papeles se les perdían en la oscuridad.

Se movieron por toda la casa, evitando el cuarto del viejo. Abrían libros, levantaban almohadas y sábanas viejas, colchones húmedos, pero no aparecía lo que los había llevado allí. Comenzaron a sudar, a pesar del frío que entraba por las ventanas.

Durante días habían ido a vigilar al escritor, atisbando por entre las ventanas y las veladoras, disfrazados de extranjeros. Verificaron los horarios de apertura y cierre del museo, el movimiento de las personas, la estructura de la casa, sus alrededores, la rutina de Hemingway y los cambios de guardia de los custodios. Ahora sentían que todo el esfuerzo se podía ir a la mierda, si no encontraban algo. Empezaron a desesperarse, pero decidieron mantener la calma.

Ya estaban en el interior, sólo tenían que buscar. En sus ojos se dibujaba una impaciencia, un deseo inaudito de no ser sorprendidos.

Los truenos sucedían, llenando de un silencio pavoroso el intervalo entre ellos.

Después de una última mirada confusa, se dirigieron hacia el fondo de la casa, más allá del comedor. Chequearon los revólveres, y en una fracción de segundo pudieron ver en los cristales el rápido desplazamiento de las nubes. Afuera las luces se habían apagado ya definitivamente.

Hemingway dormía boca arriba, acurrucado con sobrecamas rojos y bufando el aire de los pulmones. Los hombres lo miraban con terror, y sin decirlo agradecieron que la más plena oscuridad los cobijara. Se miraron sin saber que hacer.

-Haz algo.

-No sé qué.

-Lo que se te ocurra, vamos.

-No, tengo miedo.

-Bah, parece mentira, vivo.

Con sigilo examinaron el cuarto, abriendo pequeñas gavetas y el escaparate